Esta estrategia de «maximizar» el ocio que tenemos —para nosotros mismos, para nuestras familias, con nuestros semejantes— está totalmente ligada a, ¡sorpresa!, la ansiedad de clase. En The Sum of Small Things: A Theory of the Aspirational Class [La suma de las pequeñas cosas: una teoría de la clase aspiracional], Elizabeth Currid-Halkett sostiene que a cierto grupo de estadounidenses les preocupa cada vez más expresar su estatus de clase a través de «significantes culturales que transmitan su adquisición de conocimiento y su sistema de valores».
En otras palabras, expresar, instagramear o difundir nuestro compromiso con el tipo de actividades de ocio, productos mediáticos y adquisiciones que subrayan el estatus de «élite». Eres lo que comes, lees, ves y llevas, pero la cosa no termina ahí. También eres el gimnasio al que vas, los filtros que usas en las fotos de las vacaciones y dónde vas de vacaciones.
No basta con escuchar la National Public Radio, leer al último ganador del National Book Award en la categoría de no ficción o correr media maratón. Tienes que asegurarte de que los demás saben que eres el tipo de persona que emplea su tiempo libre de manera productiva, estimulante y optimizada. Y a pesar de que muchos de los productos y las experiencias asociados a la «clase aspiracional» son los habituales de la cultura media (leer superventas literarios de ficción, ver películas que cuentan con el gancho de los Oscar), el sello actual del burgués culto es el gusto por lo elevado y por lo vulgar, por el ballet y por los que mejor bailan en TikTok, por la mejor televisión de prestigio y por los giros de guion de la franquicia televisiva Real Housewives al completo. Ser una persona culta es ser culturalmente omnívoro, por mucho tiempo que nos ocupe.
Cuando la gente se queja de que hay «demasiada televisión», en cierto modo se está quejando no de la abundancia de opciones disponibles para todo tipo de gustos que ofrece el mercado, sino de que la cantidad de consumo necesaria para estar al día en las conversaciones no deja de crecer. Episodios, pódcasts, incluso acontecimientos deportivos, terminan pareciendo listas de tareas. Lo de menos es si a uno realmente le gustan este tipo de cosas, ni siquiera si las consume en su totalidad. Son un indicador, en las redes sociales y presencialmente, de la clase de persona que las consume. Y cuando podemos dedicar un tiempo tan escaso al ocio, hay una exigencia constante de emplearlo de la mejor forma posible, consumiendo los productos y comprometiéndonos con el ocio que con mayor efectividad exhibirán nuestro estatus de omnívoros culturales. Abres (y acto seguido guardas para más tarde) decenas de artículos recomendados por otros. Compras un poco de hilo y un libro para aprender a hacer punto, pero nunca das una sola puntada. Empiezas un libro, luego te preguntas si deberías estar leyendo ese otro, que es más guay. Pruebas esto y lo otro, y entonces miras por el rabillo del ojo —o entras en Instagram— en busca de algo mejor.