Sin duda la enormidad de la crisis presente no supondrá, automáticamente, un ansia generalizada de autonomía (ni de igualdad, justicia o sostenibilidad). Lo esperable es que, sin contrapesos políticos e imaginarios, lo que nos espere sea un recrudecimiento de una sociedad industrial que pasaría de asesina y destructora a directamente caníbal y genocida por sistema. A eso apuntan ya los discursos de una extrema derecha dispuesta a dejar que el barco se hunda y sus habitantes se ahoguen siempre y cuando ellos, junto a las élites, puedan escapar en el último momento montados en un helicóptero.
Pero igual de ilusorio es pretender que es posible simplemente quedarse al margen de la «avalancha», retirarse y cultivar la sensibilidad y el conocimiento a la espera de tiempos mejores. Difícilmente quedará algo que conservar si los pocos conscientes de la gravedad del desastre en curso se limitan a apartarse a un lado. Y además, ¿apartarse en qué dirección, parapetarse dónde? ¿Cómo puede ser que Semprún sea incapaz de ver que esa avalancha le arrollará también a él y a todo lo que considera valioso?
No nos queda más remedio que asumir la tragedia de una lucha tan imprescindible como titánica. Y no olvidar que tanto la sociedad industrial como sus tecnologías no dejan de ser creaciones sociales e históricas y, por tanto, la posibilidad de cuestionarlas y transformarlas siempre está abierta.
La gran pregunta es, ¿cómo lo haremos? Y, sobre todo, ¿con qué las sustituiremos?