Rafa Poverello valoró Germinal: 4 estrellas

Germinal por Émile Zola
El maquinista Étienne Lantier llega al pueblo minero de Montsou en busca de trabajo. Lleno de indignación ante la miseria …
Leo de todo, desde chico, gracias a mi mami maestra que me enseñó que los libros son como un viaje sorpresa a no sabes bien dónde, pero que siempre, o casi siempre, es un disfrute. Mi hermano me odiaba, porque yo encendía la luz del dormitorio bien temprano y se chivaba diciendo que no le dejaba dormir.
Ahora escribo, lo que no quiere decir que sea escritor, y lo hago porque disfruto más aún que cuando leo.
En el #fediverso me podéis encontrar como rafapoverello@hispagatos.space
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¡57% terminado! Rafa Poverello ha leído 29 de 50 libros.
El maquinista Étienne Lantier llega al pueblo minero de Montsou en busca de trabajo. Lleno de indignación ante la miseria …
El maquinista Étienne Lantier llega al pueblo minero de Montsou en busca de trabajo. Lleno de indignación ante la miseria …
Tío Vania (Ruso: Dyadya Vanya) es un drama del escritor y dramaturgo ruso Antón Chéjov publicada en 1899. Su primera …
Tío Vania (Ruso: Dyadya Vanya) es un drama del escritor y dramaturgo ruso Antón Chéjov publicada en 1899. Su primera …
La sencillez, como el amor, no se puede fingir. Claro está que se intenta, a veces con una suerte brillante en los primeros envites, pero el revolcón en el fango y el castigo ejemplar a los que se condena al impostor casi de súbito hace renegar al más plantado de cualquier posible dicha anterior. En eso radica la mayor cruz y la mayor gloria de la sencillez, en su curiosa dificultad. Exagerarla es caer a plomo en la vulgaridad y en la simpleza, porque o se tiene o no se tiene. Como el amor, decíamos.
Chéjov es un virtuoso de la sencillez, un humilde servidor del amor común, de los sentimientos más humanos y anodinos... de esa mediocridad estúpida que a veces somos, pero que en su superación nos convierte en mejores y más diestros actores subidas a la escena de la vida. Por más que no nos demos ni …
La sencillez, como el amor, no se puede fingir. Claro está que se intenta, a veces con una suerte brillante en los primeros envites, pero el revolcón en el fango y el castigo ejemplar a los que se condena al impostor casi de súbito hace renegar al más plantado de cualquier posible dicha anterior. En eso radica la mayor cruz y la mayor gloria de la sencillez, en su curiosa dificultad. Exagerarla es caer a plomo en la vulgaridad y en la simpleza, porque o se tiene o no se tiene. Como el amor, decíamos.
Chéjov es un virtuoso de la sencillez, un humilde servidor del amor común, de los sentimientos más humanos y anodinos... de esa mediocridad estúpida que a veces somos, pero que en su superación nos convierte en mejores y más diestros actores subidas a la escena de la vida. Por más que no nos demos ni cuenta, como bien nos hace ver el escritor y dramaturgo ruso negándose en sus relatos, casi radicalmente, a endosarnos un final cerrado, un digno epílogo de por ahí van los tiros. Nada de nada. Se podría incluso afirmar que el naturalismo puro de Chéjov es la contraparte perfecta al discurso moral de los autores rusos de su generación, como Dostoievski, y especialmente a las digresiones filosóficas y antropológicas de Tolstói. El conocido relato corto 'La dama del perrito' sin ir más lejos se nos presenta como un canto, triste y melancólico, al amor libre exento de convencionalismos sociales y a cuyos protagonistas, al igual que en el resto de su obra, no les reserva ningún tipo de juicio moral ni ético. Esta misma ausencia de moralismo y de prejuicios está presente en todos y cada uno de los cuentos que componen esta antología imprescindible: en las dos perspectivas, contrapuestas y condenadas a no entenderse, que surgen entre terratenientes y campesinos dentro del terrible cuento “En el campo”; en el estilo de vida y comportamiento de Orlov en el episodio “Relato de un desconocido” (el más largo y menos logrado como conjunto); en las relaciones quebradizas, fatuas o dependientes de “Una pequeñez”, “Enemigos”, “Dushechka”... incluso en la pobreza y la miseria descritas sin perder detalle en “Muzhiks” o la utilidad ridícula y desastrosa necesidad de un alterego cultural del doctor del excelente “Pabellón nº 6” se perciben de una manera muy distinta, muy despojada de artificios. Un polo opuesto al estilo abstracto y abstruso de Borges o Carpentier y una delicia de sencillez que sin embargo ni se acerca vagamente a la vacuidad, aunque pueda correrse el riesgo inverso de que, en su agilidad y despojo de lo superfluo, el bosque no deje ver los árboles.
Este estilo tan diestro de mostrar simplemente lo que es renunciando a juicios externos, y que tanto me recuerda a Virginia Woolf (ésta menos ágil de lectura, sin duda, mas no por ello peor) y de manera mucho más influyente a Anne Porter en su devanar los más nimios asuntos hasta convertirlos casi en milagros de la vida, encuentra su forma de expresión en el propio sentir y pensar de los personajes. Sin llegar al extremo remarcado por los que saben de esto que consideran a Chéjov el precursor del monólogo interior tan característico de Joyce o Faulkner -me parece algo excesivo, honestamente- no hay duda de que las historias narradas por el escritor ruso perderían parte de su explosividad, naturalidad y lirismo sin ese sentir y pensar interno. Ejemplo apabullante es “Kashtanka”, una historia curiosa y entrañable narrada desde la perspectiva de un perro.
No puedo obviar en este trasiego literario a Ibsen y Hauptmann, también contemporáneos de Chéjov y enmarcados en el movimiento naturalista a pesar de la especial simbiosis e influencia del primero en la evolución de los géneros en el teatro moderno. Aunque según mi humilde opinión ambos son mejores dramaturgos (iba a decir que poco he leído de Chéjov, pero habida cuenta de que cuatro son sus obras teatrales más conocidas ya tengo ventilado el 50% de su producción) tan sólo él puede arrogarse el nada humilde privilegio de que, gracias a su radical forma de describir a los personajes lejos de toda impostación, hubiera de concretarse una forma nueva de interpretar, dada a conocer magistralmente en pantalla grande por Marlon Brando en el profundo drama “Hombres”: nos referimos evidentemente al método Stanislavski, creado por este director de teatro ruso para poder plasmar en toda su amplitud el estilo despojado y sencillo tan característico de su coetáneo, del que representó en escena sus cuatro obras. Su influencia está fuera de toda duda a pesar del relativo éxito cosechado en vida.
El filósofo, teólogo y escritor español Raimon Panikkar publicó allá por los inicios de la década de los 90 un ensayo, profundo y lógico, bajo el título “Elogio de la sencillez” sobre los prodigios de tan noble virtud. Te elogio, Chéjov, cual monje de excelsa simplicidad. Amén.
La acertada selección de un especialista en la obra del maestro de la pincelada breve y sagaz, de conmovedora humanidad. …
La acertada selección de un especialista en la obra del maestro de la pincelada breve y sagaz, de conmovedora humanidad. …
La reciente publicación en Francia de esta nueva obra inédita de Irène Némirovsky ha vuelto a situar la obra y …
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Por encima de su formato de diario íntimo, La náusea (1938) es sin duda una novela metafísica, una novela de …
Por encima de su formato de diario íntimo, La náusea (1938) es sin duda una novela metafísica, una novela de …
Lo dijo don Antonio Machado: "por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre", y desde el inicio lo olvidan las tristes y patéticas vidas que inundan las estancias de la casa de la familia Kampf.
Ese olvido, que hace reposar las esperanzas de los protagonistas en lo que desde una absurda vanidad creen ser aparte de sencillos seres humanos, lo golpea Antoinette, con la cruel e inocente maldad de una adolescente que lo único que siente es rabia, impotencia... y lo trasforma en ridícula verdad, en desnuda evidencia en el mismo instante en el cayeron estrepitosamente los diamantes.
Irène Némirovsky lo sabe: quien siembra vientos recoge tempestades, pero es tan sutil, tan comprensiva con la decadencia, tan objetiva y obvia con cada miseria que conforme avanzan las páginas no puedes sentir otra cosa que sorpresiva compasión ante la ignorancia de Rosine, de …
Lo dijo don Antonio Machado: "por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre", y desde el inicio lo olvidan las tristes y patéticas vidas que inundan las estancias de la casa de la familia Kampf.
Ese olvido, que hace reposar las esperanzas de los protagonistas en lo que desde una absurda vanidad creen ser aparte de sencillos seres humanos, lo golpea Antoinette, con la cruel e inocente maldad de una adolescente que lo único que siente es rabia, impotencia... y lo trasforma en ridícula verdad, en desnuda evidencia en el mismo instante en el cayeron estrepitosamente los diamantes.
Irène Némirovsky lo sabe: quien siembra vientos recoge tempestades, pero es tan sutil, tan comprensiva con la decadencia, tan objetiva y obvia con cada miseria que conforme avanzan las páginas no puedes sentir otra cosa que sorpresiva compasión ante la ignorancia de Rosine, de Alfred... ante su inseguridad nunca compartida. No sabemos si una sorpresiva compasión hacia sus verdugos acompañaría a Iréne Némirovsky mientras era asesinada en Auschwitz, probablemente sus sentimientos se asemejaran más a los de su antiheroína Antoinette, con su rabia y su impotencia, con su maldita soledad acompañada. Lo que sí la rodeó hasta el éxtasis fue la decadencia.
Roguemos a cualquier Dios, que exista una Antoinette que sin querer siquiera nos despierte de nuestras necedades y orgullos, y que lo haga de tan maravillosa forma como Irène, para cogernos en despiste, desprovistos de amarres y así hacernos capaces de acceder al perdón más difícil, ese que se dirige a uno mismo a pesar de descubrirnos en la poca cosa que somos.
Al igual que en Por qué no soy cristiano, Russell recurre en esta ocasión a algunas notas de ironía e …
Al igual que en Por qué no soy cristiano, Russell recurre en esta ocasión a algunas notas de ironía e …
Hay obras que cargan con el pesado estigma de literatura juvenil y pareciera que ni Atlas con sus anchas espaldas tuviera el valor de levantarlas del indigno lugar en el que se las coloca. En el idioma de Cervantes podemos nombrar “El camino” de Delibes, “Zalacaín el aventurero” de Baroja, “El lazarillo de Tormes” de autor desconocido, o dramaturgos del Siglo de Oro de la talla de Calderón o Lope. Si se trata de novelas en otra lengua hay cruces ingratas sobre “La isla del tesoro” de Robert L. Stevenson y de manera aún más sangrante si cabe una losa insalvable encima del bigotudo Mark Twain y “Las aventuras de Huckleberry Finn”.
Ya resulta algo extraño de inicio que, de una novelita-río para adolescentes dijera Hemingway aquello de que era el “origen de toda la literatura norteamericana”, pero si el título de marras fuera tan sencillito y simple de leer …
Hay obras que cargan con el pesado estigma de literatura juvenil y pareciera que ni Atlas con sus anchas espaldas tuviera el valor de levantarlas del indigno lugar en el que se las coloca. En el idioma de Cervantes podemos nombrar “El camino” de Delibes, “Zalacaín el aventurero” de Baroja, “El lazarillo de Tormes” de autor desconocido, o dramaturgos del Siglo de Oro de la talla de Calderón o Lope. Si se trata de novelas en otra lengua hay cruces ingratas sobre “La isla del tesoro” de Robert L. Stevenson y de manera aún más sangrante si cabe una losa insalvable encima del bigotudo Mark Twain y “Las aventuras de Huckleberry Finn”.
Ya resulta algo extraño de inicio que, de una novelita-río para adolescentes dijera Hemingway aquello de que era el “origen de toda la literatura norteamericana”, pero si el título de marras fuera tan sencillito y simple de leer el propio Twain, uno de los pocos autores con una reputación que mantener en vida como escritor, no habría renegado en repetidas ocasiones de ella considerándola una obra menor dentro de su bibliografía. Porque al pobre (en ambas concepciones lingüísticas) Huckleberry Finn no había quien lo quisiera leer ni lo comprendiera allá por finales del siglo XIX. ¿A qué autor serio y respetable se le hubiese ocurrido poner como protagonista de una novela a un don nadie, mierdecilla de nene, de padre violento y alcohólico, que fuma en pipa y sabe expresarse a duras penas? ¡Será lo mismo meterse en la piel de su honorable amigo Swayer que además es huérfano!
Y encima, no se le ocurre otra brillante idea al ingenuo de Twain que trasladar las aventuras de Huck en primera persona, en un constante estilo directo incluso con buena parte de los diálogos incrustados en medio del texto por la pluma tosca de un chico que apenas sabe leer ni escribir, para que a la aristocracia más chic del momento le fuera del todo imposible entender la jerga que a mansalva escupe la boca del muchachuelo de marras obviando los giros dialectales del resto de personajes, la mayoría de bajo estrato social y cultural, que pululan a lo largo y ancho de la ribera del Misisipí y que convierten en una ejemplarizante e imposible odisea la traducción correcta de esta obra “menor” del escritor norteamericano.
Vamos que, a criterio del que suscribe, “Las aventuras de Huckleberry Finn” tienen de juvenil -más allá del género literario en el que se suele enmarcar la novela gracias al propio título- lo que Cortázar tiene de comprensible. Entretenidísima, por momentos incesantemente divertida con los diálogos entre dos indoctos como Huck y el negro Jim, pero de una hechura social y de denuncia que convierte la mayor parte de la obra en un martillo pilón contra el racismo y las clases sociales en virtud del constante trato inhumano -en ocasiones vejatorio- que recibe el esclavo de color a manos de los diferentes actores secundarios que conforman una cuadro grotesco de la civilizada sociedad de la época.
No resulta nada extraño que, como habitual paradigma de la doble moral, en EE.UU. aún sea un libro eliminado de los planes de estudio en las escuelas so pretexto de que a lo largo de la obra se refieran a Jim con el políticamente incorrecto término “nigger”, lo de menos es que muestre de manera omnímoda la amistad radical y dispuesta a todo entre un “nigger” y un blanco y que la crítica al esclavismo pulule como Pedro por su casa. Tampoco ha de resultar baladí que un escritor amigo de empresarios y algún que otro presidente, muy bien visto y hasta admirado por amigos y detractores como hemos comentado con anterioridad, decidiera regalar al público un final quizá en exceso almibarado y poco coherente con el discurrir del resto de la novela, pero es un pequeño borrón en una obra perdurable, notoriamente influyente en toda la literatura posterior -lo diga o no Hemingway- y a la que cualquier amante de la lectura debería darle una nueva oportunidad una vez envuelto en la madurez.