Rafa Poverello reseñó El baile de Irène Némirovsky
La evidencia del espejo
Lo dijo don Antonio Machado: "por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre", y desde el inicio lo olvidan las tristes y patéticas vidas que inundan las estancias de la casa de la familia Kampf.
Ese olvido, que hace reposar las esperanzas de los protagonistas en lo que desde una absurda vanidad creen ser aparte de sencillos seres humanos, lo golpea Antoinette, con la cruel e inocente maldad de una adolescente que lo único que siente es rabia, impotencia... y lo trasforma en ridícula verdad, en desnuda evidencia en el mismo instante en el cayeron estrepitosamente los diamantes.
Irène Némirovsky lo sabe: quien siembra vientos recoge tempestades, pero es tan sutil, tan comprensiva con la decadencia, tan objetiva y obvia con cada miseria que conforme avanzan las páginas no puedes sentir otra cosa que sorpresiva compasión ante la ignorancia de Rosine, de Alfred... ante su inseguridad nunca compartida. No sabemos si una sorpresiva compasión hacia sus verdugos acompañaría a Iréne Némirovsky mientras era asesinada en Auschwitz, probablemente sus sentimientos se asemejaran más a los de su antiheroína Antoinette, con su rabia y su impotencia, con su maldita soledad acompañada. Lo que sí la rodeó hasta el éxtasis fue la decadencia.
Roguemos a cualquier Dios, que exista una Antoinette que sin querer siquiera nos despierte de nuestras necedades y orgullos, y que lo haga de tan maravillosa forma como Irène, para cogernos en despiste, desprovistos de amarres y así hacernos capaces de acceder al perdón más difícil, ese que se dirige a uno mismo a pesar de descubrirnos en la poca cosa que somos.