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Jay Rayner: El hombre que se comió el mundo (Spanish language, 2011, Tusquets Editores) Sin valoración

Cuando uno acude a un restaurante de lujo, no lo hace precisamente para nutrirse, sino …

Con humor Jay Rayner reporta sus viajes en busca del «menú perfecto»; siempre y cuando se piense, como él lo confiesa, que sólo puede hallarse en los grandes restaurantes de lujo de Europa, Estados Unidos, Japón y los Emiratos Árabes. Esta opción globalizada y a la vez limitada -muy limitada- tal vez no podríamos pedirle más-, lleva a pensar en las expectativas que pueden hallarse en el «tercer mundo».

Esta «tercera categoría» obviamente no representa una comida de «tercera» clase, aunque existan tintes políticos al respecto, tanto por las instituciones que declaran el carácter de lujo de un restaurante como de la fachada cultural que los países latinoamericanos. Por ejemplo, no existe un restaurante latinoamericano que había recibido hasta el momento estas tres estrellas (si es que hablamos geográficamente, donde se supone que una cocina toma su carácter cultural). ¿Quién vendría a comer con tan mala fama de nuestros países? Allende esta visión pesimista, existe el abnegado orgullo de sentir que nuestra cocina ha llegado a llamar la atención de los especialistas -como si hicieran falta para reconocer el valor de la misma, ya sea de autor como de un legado cultural-, en los contados casos de restaurantes de compatriotas como Punto MX (Madrid), Mexique (Chicago) y Casa Enrique (Nueva York).

Aunque en México puede presumirse de restaurantes que ostentan precios a la manera de algunos europeos con estrellas Michelin, a juzgar por su menú de degustación (por ejemplo: Pujol o Biko, entre otros) y otros bastante razonables y que al leerlos simplemente se antoja (Quintonil), a excepción de ocasiones especiales como cuando chefs de otras latitudes llegan.

En fin, a pesar de que Rayner se porta como un "buen chico" -a lo largo del libro parece presumir de ello-, no tanto por sus modales sino por su apego a las tres estrellas Michelin, una de sus últimas observaciones llama la atención: "Si mi viaje alrededor del mundo me ha enseñado algo, es que sólo hay una forma de decidir si un plato es bueno o malo, y es ésta: ¿tiene buen sabor?" (p. 304) Apegarse a lo esencial es, finalmente, casi un perogrullo. Pero lo que enseña es que volver a los orígenes, a lo evidente, es un acto subjetivo cuya relatividad depende más de las capacidades natas (de ese mundo químico que es el cerebro y el ADN) y luego del entorno cultural (o el educarse en los códigos de la gastronomía profesional). Lo tienes, lo disfrutas. No todos tienen una sensibilidad desarrollada o suficientemente amplia para juzgar ciertos sabores. Ahí, el buen sabor no parece tan obvio.