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littlemuff

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Unido hace 11 meses, 3 semanas

Pago las facturas a golpe de actualización de software y sustitución modular de componentes electrónicos manufacturados en otros continentes.

Lo que sobra lo dedico a ingerir literatura culta o dudosa, digital y analógica.

No puntúo libros. De los que me gustan disfruto y aprendo, de los que no también, y si la lectura me es insoportable la abandono, “Que no lo hubiera escrito tan mal”, decía Gala.

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Rosario Izquierdo Chaparro: El hijo zurdo (Paperback, Editorial Comba) Sin valoración

Era la mía una madre sin ocupación alguna y sin vocación de madre —si es que existía algo parecido a esa vocación que yo creía ver en otras madres—, con una mujer que trabajaba interna en casa para que ella pudiera estar volcada en cuidarse el cabello y la piel, ir de compras y hacer vida social con las esposas de otros médicos...

Me gustaban las tardes sin ellas, con la tata Adela o con mi padre cuando no estaba de guardia, él y yo en su despacho lleno de libros, la luz repartiéndose entre la actividad de mi mano izquierda y el silencio de su lectura o el martilleo hipnotizador de la máquina de escribir. Ese es otro de los focos de calor a los que regreso periódicamente...

Las maestras de la escuela de niñas daban hostias conscientes, premeditadas, que se veían venir. Mi madre solamente gritaba y tiraba de un cate el lápiz que yo sostenía, sin hacerme mucho daño. Cate era una palabra que ella usaba mucho. Lo presentaba siempre como una bofetada leve, una hostia suave, blanda, que se daba sin querer y que no debía hacer daño, no debía tenerse en cuenta, no merecía la pena siquiera hablar de ello. Yo me llevaba más cates que María del Pilar. Los temía no por el dolor, que en verdad era leve, sino por la sorpresa que suponían: al ser tan espontáneos llegaban sin previo aviso y me asustaban, sacándome repentinamente de mis estados de concentración...

No sé cuándo mi hijo y mi hija dejaron de quererse. Puede que no haya que buscar momentos puntuales sino aceptarlo como algo gradual, suponer que requiere de tiempo el desapego. O puede que se quieran todavía de alguna manera que no soy capaz de advertir. Cada vez que los veo discutiendo me vienen a la cabeza imágenes incompatibles con esos momentos: Inés y Lorenzo jugando y persiguiéndose, atentos frente a la tele, leyendo cuentos y descubriendo lugares juntos, cuando viajábamos. Todo aquello sucedió, y me hace bien recordarlo...

Inés tiene a veces el semblante sereno que yo veía en su padre al principio de todo. Pero no me recuerda a él. Ella es mejor que él, y mejor que yo. Esa manía de decir que tienen que recordar a alguien, de adscribir a la hija y al hijo como si quisiéramos negar el monstruoso acto de libertad que es nacer, impidiéndoles que rompan el cordón...

Mi cabeza, que se empeña en cocinar una mezcla de ingredientes que no acaban de ligar, solo porque le enseñaron que es eso lo que hay que hacer. A punto de cumplir cuarenta años y todavía intentando hacer las cosas como me enseñaron, actuar como el mundo parece esperar de mí...

Tiene esa languidez que nace de estar solo, pensar y no contar, creerse autosuficiente, ser mudo y reflexivo, los pómulos marcados, el rostro enflaquecido en el que predominan la nariz y los ojos que poco se atreven a mirar de frente, como si no quisieran desvelarse, guardando para sí una expresión intensa capaz de golpear a quien la recibe, ojos grandes con miedo a mostrar lo que guardan, cruzados por algo parecido a la desesperación o tal vez al ingenio, a una vitalidad mal dirigida...

Agregar sonaba a gregario, seguramente era ese el objetivo final: que la manada de gente se fuera agregando de manera voluntaria, constituyendo un rebaño dentro de la red...

¿A quién podría importarle lo que ella hubiera leído, por qué tenía que contestar preguntas como cuáles eran sus influencias? ¿Quién puede saber eso, qué nos ha influido exactamente para escribir así y no de otra manera? Le parecía además que las lecturas propias son como sudores, risas y lágrimas privadas...

Lo normal no es lo mejor, es solo lo más frecuente. Y sin embargo más de una vez le he gritado a mi hijo: ¿Es que no te das cuenta de que no eres una persona normal? O lo he llamado anormal en medio de una bronca...

Yo creo que lo que es una lotería es lo de las madres, Lola. A una madre no hay manera de elegirla ni de educarla, y en el barrio, como en todas partes, las hay buenas y las hay malas, y las hay muy malas. Yo tengo una de las buenas. Si a mí me dieran a elegir, elegiría a la que tengo, tal como es...

Buena frase, Maru, tirar por un buen trabajo antes que por un tío. Ojalá yo lo hubiera hecho también. Si lo hubiera hecho a lo mejor no tendría estos insomnios, no tomaría pastillas para dormir ni para estar despierta, ¿tú también tomas pastillas?...

Ella es que no ve más allá de la droga, a veces le digo que está obsesionada. Y yo, a lo mejor porque he estudiado más que ella, sí veo un poco más allá, demasiadas veces me he preguntado quién trae todo eso aquí, quién deja que entre droga barata en los barrios y hace la vista gorda, a quién le viene bien...

El día de su entierro yo solamente podía pensar en las primeras pajas que le hice con mi mano izquierda, en las partidas de ajedrez que empezamos a jugar en el instituto, en el sexo que despertó pronto en los parques y más tarde siguió desatándose dentro del coche de su hermano, por los carriles del río...

La gente de los barrios sabe hacer eso. No la han ejercitado como a nosotras en ocultar las vergüenzas...

Comunista es una de las palabras que Lorenzo emplea contra mí, no solo cuando ha bebido. Cualquiera de mis opiniones contra la violencia que reciben las mujeres, las personas sin recursos y las que vienen de otros países para intentar vivir en el nuestro, lo remiten a él a ese comunismo mío que no puede soportar. Me llama comunista y luego se mete en su habitación a escuchar rock contra el comunismo. Que yo colabore como voluntaria, junto a Gloria, con una asociación que atiende a mujeres que sufren violencias varias, parece disgustarle tanto como a su padre. Me informé por internet de cómo se llamaba esa música y del origen de los grupos que sonaban detrás de la puerta de la habitación de Lorenzo, Batallón Panzer, Brigada Polizei, Estirpe Blanca y otros cuyos estúpidos nombres no recuerdo, todos formados por hombres jóvenes y blancos, de clase trabajadora...

Debía de tener diez años y era sensitiva, muy influenciable por el olor del campo y los jardines en las distintas estaciones, amante de los árboles, como mi padre. El parque del Retiro, hermosa cicatriz verde en medio de la gran ciudad, me impresionó tanto la primera vez que pedí volver a visitarlo al día siguiente...

Aquella tarde él me llevó por derroteros del parque que no habíamos recorrido antes, hasta una zona mal iluminada, poblada de leyendas, apenas frecuentada por la gente, poco cuidada. Me recuerdo hipnotizada frente a la estatua mientras él contaba con solemnidad que teníamos delante de nosotros el único monumento al diablo erigido en el parque de una ciudad europea. Después supe que había otro dedicado a Lucifer en la plaza Statuto de Turín...

He vuelto a este Ángel Caído en muchas de mis edades, sola y acompañada, cada vez que he venido a Madrid, cuando me escapé con el primer Lorenzo para ver un concierto de Leño, más tarde con amigas de la universidad. También con Gloria, a quien conté mi relación con el ángel caído. Cada vez vuelvo a ser la niña cogida de la mano de su padre, mirando desde abajo del pedestal al ángel expulsado...

Estoy sola en el mundo. La figura no ha variado un milímetro su orientación, su gesto. No ha pestañeado el ángel...

Dejaré que se siente a la mesa conmigo, al principio hablaremos un poco de trabajo y de algún que otro tema intrascendente, el congreso, ponencias, nada muy personal, no va a necesitar contarme su vida ni esperará que yo le cuente la mía, bastará con saber que nos hemos recordado...

He soñado que descuidaba a mi bebé. Lo dejaba solo por la noche, desatendido, y me iba a caminar por una ciudad que no es la mía, llena de fogatas y aguas negras en las aceras. Volví por la mañana y me apenó verlo solo en una cuna blanca, despierto, tranquilo, ensayando sílabas entre sábanas revueltas. Lo cogí en brazos, lo abracé. Tenía los pañales empapados, y en el sueño pensé que sonreía como un huérfano. Me daba pena de él, pero no sentía culpa. Como si descuidarlo hubiera sido algo inevitable. Ahora mismo no sé si ha sido solamente un sueño o si sucedió algún día, como si se tratase de un recuerdo antes borrado, arrojado al abismo de las imágenes que no se pueden soportar. Lo he abrazado en el sueño con una lástima infinita. A veces, en la confusión del insomnio interrumpido, en las largas duermevelas, no distingo bien los sueños de los recuerdos oscuros...

Ahora veo todo aquello como si fuera la escena de una película que sucede a cámara rápida, cuando en realidad pasó a cámara muy lenta esa sucesión de escenas largas, ahora difuminadas, huidizas, difíciles de rescatar...

A veces me siento torpe ante mi terapeuta, no consigo encontrar las palabras exactas, fantaseo con que sea ella quien las encuentre y alguna vez escriba el relato que a mí me cuesta escribir. Se me desbordan las confesiones, en vez de desnudarme suman nudos internos, y al regresar a casa repaso dentro del coche todo aquello como si fuera el testimonio de una mujer ajena que hubiera hablado de mí, siendo capaz de alcanzar la claridad solo unas pocas veces...

El hijo zurdo por