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Ismail Kadare: El palacio de los sueños (Hardcover, 2004, Círculo de Lectores, S.A., Círculo de Lectores, 2004, Barcelona.) 5 estrellas

La construcción fabulosa de una especie de reino de la muerte, de un infierno en …

El caballo del espartero

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Albania, 1981, en medio de la convulsa situación del país, regido con mano de hierro por Enver Hoxha, presidente de la república desde 1946 hasta su muerte en 1985 y volcado desde el autoritarismo en una cada vez mayor exaltación de su liderazgo a través de recurrentes prohibiciones y enérgicas condenas a sus detractores, Shehu, mano derecha del dictador, primer ministro y antiguo amigo y camarada desde los inicios de su gobierno, aparece muerto en su domicilio por supuesto suicidio.

Ese año de gracia de 1981 se publica en Albania, por primera vez íntegra, una obra de Kadaré con el título de “El funcionario del palacio de los sueños”. Quien haya leído la novela en cuestión puede asegurar que el autor tiene más cojones que el caballo del Espartero, casi quedándose uno corto.

Aunque en la década de los setenta aparecieron en forma de relato los dos primeros capítulos de esta exquisita novela parcialmente distópica y su publicación no supuso el más mínimo revuelo ni alarma social, es de rigor tener en cuenta dos aspectos que confluyeron en ese momento: el primero que la realidad política de la nación era bastante más tranquila dentro de la posible entelequia y, en segundo término, que estas dos flechas iniciales que entregara Kadaré apuntaban al blanco de forma generosa, pero ni disparaban de pleno ni suponían por tanto un dardo envenenado a los cimientos del régimen. Ambos supuestos saltaban por los aires como unos fuegos artificiales en 1981. Baste decir que un año después, el recién nombrado primer ministro albanés Ramiz Alia, tras varias advertencias algo veladas hacia la persona del escritor, decidiera ser meridianamente más directo al afirmar: “el pueblo y el partido te han encumbrado al Olimpo, pero si no te mantienes fiel a ellos, pueden arrojarte al abismo”.

Y es que Kadaré demuestra con insensata tozudez no tener pelos en la pluma. En la novela que nos ocupa, el estado imaginario en el que se desarrolla el drama ha creado una macroestructura -el llamado Palacio de los sueños- a fin de cortar de raíz cualquier resquicio que pueda suponer un ataque futuro al poder establecido siendo obligatorio para toda la ciudadanía dar a conocer sus sueños para poder ser trascritos e interpretados y, según dichas interpretaciones -supuestas, obviamente, en donde radica uno de los puntos más tenebrosos de la obra y que llevan a los funcionarios a una perpetua inseguridad-, condenar incluso a muerte a quien los haya tenido. Pero el caso es que, nada casualmente, los edificios públicos de ese aleatorio estado imaginario son descritos con pulcritud por Kadaré de idéntica manera, salvo ligeras variaciones, a los existentes en Tirana, capital de Albania. No hay que ser muy listo.

El escritor albanés, autoexiliado en Francia desde 1990 cuando se hizo cargo de manera definitiva de que las dictaduras y la buena literatura no suelen llevarse del todo bien, es un perenne candidato al Nobel, y en base al escaso conocimiento que tengo de su obra -a la presente habría que añadir la terrible crítica al código de venganza albanés, conocido como Kanun, y a la demagógica condescendencia social que nos ofrece en “Abril quebrado”- lo firmaría ipso facto. Dos estilos muy distintos recorren ambas propuestas más allá de la evidente crítica a la costumbre, la cultura y el servilismo, con muy diversos usos de la narración y los diálogos según le resulte más conveniente a lo que desea transmitir o el énfasis que decida otorgar a determinados aspectos. En “El palacio de los sueños” hace gala de una prosa pragmática, pero eminentemente cargada de simbolismo, que deja el sabor amargo de la desesperanza, del miedo, de la decisión de adaptarse, o al menos no mear fuera del tiesto, aunque ello nos conduzca al camino de las lágrimas. Ese sabor desagradable queda al menos hasta que es la propia persona que se acerca a sus páginas quien se hace consciente, como sin querer, de su propia indignación, que quizá forma parte de lo mismo que rechaza de los protagonistas de Kadaré y, también como ellos, parte de esa sociedad nada imaginaria que aparece en sus textos, decide sobrevivir, obviando credos, sangre o ideologías, sin arriesgarse a perder una ridícula seguridad, aunque resulte impostada.