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Yan Mo: Las baladas del ajo (2008, Kailas) 4 estrellas

El Condado Paraíso, una zona rural de China, apenas ha conocido cambios sociales en las …

Cortarse las venas

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¿Quiere usted cortarse las venas? Lea a Mo Yan. Lo que puede parecer una afirmación gratuita, es probable que la compartan muchos de sus compatriotas.

Mi primer y único acercamiento sin saberlo a la obra del señor Mo fue hace una pila de años, en una sala de cine contemplando la nada magnánima “Sorgo rojo” (1988), del director chino Zhang Yimou, y, aunque desde luego no tuvo nada que ver con lo literario sí que tiene el gusto de compartir con “Las baladas del ajo” ese mal rollo de componente autosuicida.

Dura como una piedra y desagradable como un puñado de estiércol que te metes en la boca. Así es la novela de Mo Yan, autor que disfruta del don -difícil de desdeñar- de aliar en una misma línea con una escritura pulcra y precisa la belleza de los paisajes de los campos de mijo, sorgo y ajo con la podredumbre de la maldad y de la desesperación, la inmundicia más abyecta que logra hacer tan tangibles en sus descripciones como las expresiones, figuras y rostros despreciables o despreciados que llenan cada página de la novela. Imposible se me hizo no recordar al Cormac McCarthy de “Meridiano de sangre”.

No se anda con chiquitas Mo Yan, que supera con creces cualquier experiencia desabrida en la pluma de Primo Levi (“Si esto es un hombre”), Dostoievski (“Memorias del subsuelo”), Vargas Llosa (“La casa verde”), Hamsun (“Hambre”), Coetzee (“Desgracia”)... Y en este punto, en este potente monumento al dolor y al caos surge la primera gran pregunta respecto a la personalidad y obra del escritor que nos ocupa.

Mo Yan pertenece al Partido Comunista y es vicepresidente de la Asociación de Escritores de China, cargo honorífico nombrado a dedo por Pekín, sólo una de sus novelas ha sido prohibida en su país, de manera harto curiosa “Grandes pechos, amplias caderas” posiblemente por razones más próximas al puritanismo que por su componente político, y la entrega del Nobel de Literatura en 2012 fue aplaudida sin paliativos por el Gobierno como ejemplo de independencia de la academia sueca mientras apenas dos años antes hizo oídos sordos y mostró su desprecio ante la concesión del de la Paz al activista chino Liu Xiaobo, condenado en 2009 a 11 años de prisión por incitar a la subversión contra el poder del Estado. Obviamente pues, Mo Yan no es una amenaza para el Estado.

Y aquí surge la segunda cuestión, contradictoria y casi incongruente. Mo Yan es necesario para todos: China, Occidente y hasta la academia sueca. Desde su infancia y durante 20 años, el autor de “Las baladas del ajo” tuvo que convivir con la censura y el temor de su propia familia a decir algo inoportuno, por lo que su padre le prohibió hablar y fingir que era mudo (de ahí el seudónimo Mo Yan, que significa “No hables”) y resulta del todo elocuente el inventario de verdades y realismo acerca de la crueldad presente en su país y que suelta como en una ristra sin dejarse atrás a nada ni a nadie. Este conocimiento descarnado, visceral y odiable para el público occidental en el que no podrá renunciar a ver una crítica al régimen en realidad también conlleva dos aspectos que suelen ser los más amados por un Gobierno de control: el miedo y la falta de esperanza, y ambos están muy presentes en la novela de Mo Yan. ¿Es necesario que a un tipo obligado en prisión a beberse su propio orín y a comerse su vómito, mientras atraviesa las vías para ser conducido ante el tribunal se le aparezca un gallo de la nada para lanzarle picotazos a su herida purulenta del pie y le extraiga un trozo de tendón? En mitad del desastre y del sufrimiento, toda aquella persona que se opone al Status Quo familiar, político, social, todo ser que puede ser símbolo de la revolución y de un cambio acaba siendo pasado por la piedra. Ni sus huesos una vez muertos y enterrados logran el descanso. “En estas materias algunos hablan y otros obedecen. Como entre los labios del Emperador nunca se desliza una palabra sin sentido, si dijera que tuvieran cuernos ningún caballo se atrevería a desobedecer”, comenta uno de los personajes de la obra mientras va sobreviviendo de milagro en la cárcel.

Pero siendo justo habrá que hacer caso a Mo Yan, cuando dice: “hay gente que cree que un nobel tiene que ser por principio miembro de la oposición. ¿Eso es así? A esas personas no les interesa lo más mínimo lo que escribo. ¿No debería concederse el Premio Nobel de Literatura por la literatura, por lo que uno escribe?”. Touché. Da igual que los propios académicos rompan de manera notoria tal aseveración cuando argumentan año tras año las razones del premio gordo, o que no se les concediera jamás el galardón a Tolstoi, Joyce, Borges... El Nobel debería otorgarse por meros valores literarios, y Mo Yan los tiene.

Podemos hablar de influencias, como todo el mundo las tiene, y especialmente de García Márquez o de Faulkner, pero Mo Yan consigue un estilo propio y definido en “Las baladas del ajo”. Mezclando cada una de las nuevas tendencias de la literatura del siglo XX (desde el flujo del pensamiento, el cambio de tercera a primera persona o la narración no lineal hasta el realismo mágico y la ausencia de narrador omnisciente de manera única a lo largo de la obra) el novelista logra una historia fluida, sorprendentemente ágil en mitad de tanta mugre y que no apartes la mirada, al igual que sucede ante un accidente sanguinolento frente al que pasamos por la calle sin resistimos a estirar el cuello por si vemos algo más aunque sepas ya desde las primeras páginas que la cosa no puede acabar bien.

Da igual que no aciertes a comprender del todo la lógica de su estructura (que los primeros capítulos narren dos vidas en paralelo y a partir de su mitad esto se pierda sin más), algún que otro exceso para nuestros abstrusos gustos occidentales (Mo Yan llega a otorgarle voz a un feto), aquello que decíamos de la posible complacencia con el Gobierno chino... da igual porque no dejas de percibir al tiempo que la lees ese toque inexplicable que la eleva por encima de lo vacuo, de lo común, de lo ordinario y la hace precisa, por dolorosa, por cáustica, por terrible... porque habla de la muerte y de la vida, y ambos polos son quizá, lo único que nos diferencia de los seres irracionales, aunque Mo Yan describa a la perfección que muchas veces los homo sapiens también dejan de serlo.