Ahora, pues, estaba bien apoltronado en su sillón, pero parecía haberse vuelto sensato. Ciertamente, Alemania se había convertido en una dictadura con un único partido, el NSDAP, y se habían promulgado algunos decretos nada halagueños, como el de que los funcionarios no arios, salvo los excombatientes de la guerra, tenían que pasar a la «jubilación», o que se limitaba el acceso a escuelas y universidades de personas no arias, o que a los «indeseables» se les podía retirar la nacionalidad alemana. Pero no se habían producido nuevos disturbios, y la mayoría de los quinientos mil judíos residentes en el Tercer Reich no veía ningún motivo apremiante para abandonar Alemania. […] El estilo de vida de Else no había cambiado. Se divertía y vivía al día con sus amigos, y el tema Adolf Hitler sólo se mencionaba, si acaso, entre bromas, quitándole importancia o manifestando asco. No se les podía pedir que tomaran en serio a aquel fantoche, con sus arengas gritonas y sincopadas, su manía aria y sus programas de futuro pasados de rosca. ¿Dónde estaban, al fin y al cabo? ¡En Alemania, sin duda, país civilizado y amante de la cultura donde los hubiera! Sólo Ilse Hirsch, amiga íntima de Else, miembro de una asociación sionista desde hacía años e influenciada por advertencias y llamamientos, sostenía con firmeza que era hora de abandonar Alemania y de emigrar a Palestina. Else se reía. Que eso era agua para el molino de los sionistas, decía: hacer cundir el pánico para que Palestina se llenara de judíos. Y justo ella, Ilse, que tenía los pies en la tierra, se dejaba meter aquellos pájaros en la cabeza. Que ya estaba bien. Que Alemania era su país y Berlín, su ciudad.
— Tú no eres como otras madres por Angelika Schrobsdorff (Página 233 - 234)
Qué puñetera impotencia. ¡Corred, insensatos! ¡Luchad antes de que sea tarde!