Rafa Poverello reseñó 1.280 almas de Jim Thompson
Optimista bien informado
Si es verdad eso que comentaba Saramago en una entrevista acerca de que “no soy un pesimista, sino un optimista bien informado” resulta claro a todas luces que Jim Thompson es el culmen de la buena información. Leer sus obras de novela negra es como dispararse un tiro en el corazón al inicio de la primera página y estar agonizando y moribundo hasta cerrar la contraportada.
Igual dan los motivos del míster para tener una concepción tan desoladora del ser humano y de su naturaleza: echarle la culpa a sus enfermedades o a su alcoholismo, a la marcada presencia demencial de su padre -sheriff corrupto, estafador, mala gente- que le sirve de clara y derrotista imagen en sus novelas, o a una especie de deprimente chovinismo. El caso es que al lado del nihilismo de tipos como Nick Corey el interesado pragmatismo del agente de la Continental de Hammett, el …
Si es verdad eso que comentaba Saramago en una entrevista acerca de que “no soy un pesimista, sino un optimista bien informado” resulta claro a todas luces que Jim Thompson es el culmen de la buena información. Leer sus obras de novela negra es como dispararse un tiro en el corazón al inicio de la primera página y estar agonizando y moribundo hasta cerrar la contraportada.
Igual dan los motivos del míster para tener una concepción tan desoladora del ser humano y de su naturaleza: echarle la culpa a sus enfermedades o a su alcoholismo, a la marcada presencia demencial de su padre -sheriff corrupto, estafador, mala gente- que le sirve de clara y derrotista imagen en sus novelas, o a una especie de deprimente chovinismo. El caso es que al lado del nihilismo de tipos como Nick Corey el interesado pragmatismo del agente de la Continental de Hammett, el estoico laconismo de su detective Sam Spade o el desesperado sarcasmo del Marlowe de Chandler son pecata minuta. Sin temor a exagerar hasta el juez Holden de “Meridiano de sangre” es un monaguillo que apenas acaba de despegar en sus cotas de maldad.
Y en este punto llega lo más infame del horrendo protagonista de “1.280 almas”; es tan supuestamente bobalicón, básico y absurdo en sus planteamientos que antes de que uno pueda darse cuenta y a pesar de la burrada que está aconteciendo o de aquella que sin duda en breve va a suceder, se está tronchando de la risa con un personaje extremadamente anodino que bien podría ser tu vecino del quinto, ese que te saluda cada mañana en el ascensor con cara de no haber roto un plato. El retrato en primera persona, falto de continuidad discursiva en la cabeza de Corey, quien sólo hace lo que decide hacer por hartura, por misantropía, por miedo a perder... pero con un método repensado crea un sentimiento de impotencia y desazón en el lector que ni siquiera puede lograr el sheriff adjunto Ford de “El asesino dentro de mí”, que al fin y al cabo es un psicópata. ¡Qué se puede esperar!
“Existen treinta y dos maneras de contar una historia y las he usado todas, pero sólo existe una trama: las cosas no son lo que parecen”, dijo Thompson sobre las novelas. Tan verdad es dicha afirmación que en sus obras no importa en absoluto que desde el principio sea de dominio público quien es el “malo”, pues lo realmente indescriptible e indescifrable es el por qué detrás de cada natural brutalidad. Como en Macbeth, como en Otelo, como en Rey Lear, dentro de cada ser humano existe un atisbo de locura que conduce irremediablemente a la tragedia y en este sentir cáustico y perverso nada tiene que envidiar Thompson a Shakespeare, aunque los monólogos que nos muestran los personajes del novelista norteamericano -más allá de que sean el único recurso para entender si fuera ello posible su actuar- tiendan más a lo tragicómico y a lo patético que al puro drama vital. Quizá por ello nos resulten de manera irremisible más sorpresivas.
Puede que se debiera a uno de sus ataques de egolatría, pues no es que Thompson fuera un total desconocido cuando dejó este mundo habiendo colaborado en el cine con directores de la talla de Kubrick (“Atraco perfecto”, “Senderos de gloria”) y fueran algunas de sus obras llevadas a la gran pantalla antes de morir (“La huida” de Sam Peckinpah, 1972), pero insistió a Alberta, su mujer, para que guardara todos sus manuscritos, pues en diez años sería un autor reconocido. La verdad es que acertó de pleno, vaya que sí, y a la pregunta que muchas veces me hago de si, en mi caso, preferiría ser famoso en vida y que me olvidaran a los pocos años de palmarla, o por el contrario morirme de asco sin un céntimo pero ser recordado para la eternidad siempre me respondo que lo segundo, y Thompson lo ha logrado, con sufrimiento y confianza en escribir lo que creyó que debía escribir, por encima de cualquier otra falaz necesidad.
Desde ahora, cada vez que me sienta optimista estoy condenado a pensar en Thompson.