Fue el principio de todo. Pero nadie pudo imaginarlo. Ni siquiera la víctima. A fin de cuentas, ella no supo lo que sucedía hasta que fue demasiado tarde para evitarlo. Una afiladísima hoja de acero penetró en las carnes opulentas de la mujer, como si cortara mantequilla suavemente. El grito de ella se hizo angustioso cuando notó el tajo hasta el fondo de sus entrañas, y luego el cuchillo subió, rápido, como si abriesen una res en canal. La sangre escapó de la tremenda herida, disparándose en ramalazos escarlata, que golpearon las piedras sucias y húmedas de las paredes, en chorreones brillantes, para luego derramarse rápidamente hacia el suelo, en gruesos goterones que dejaban estrías rojas en los muros.